LAS TRES MENTIRAS UNIVERSALES 

En la política general, en la nacional en particular, existen tres grandes mentiras universales que sus protagonistas repiten permanentemente. La primera: “El pueblo me lo pide”. Es el decir de todos los políticos, de todos aquellos que tienen ambición del poder, aquel bichito de querer participar en la política activa. El problema es que, como dice la canción de Serrat, muchas veces hablan en nombre de quien no tienen el gusto de conocer. 
En principio constituye una ambición legítima querer ejercer el poder que la Constitución permite para ordenar y dirigir el bien común de los ciudadanos dentro de una sociedad. Pero en verdad, recurren a este eslogan para justificar apetitos personales y egos, ya que quien carezca de ese fuego que queme su fuero interno, no se dedicaría a la política al no tener la real ambición de ser el próximo gobernante o funcionario —electo o designado— con real poder frente a sus conciudadanos (incluyendo “liebres” y circulinas). En verdad, ocurre exactamente al revés: el pueblo jamás se lo pide, son ellos los que pedirán su favorecimiento o voto. 
Para ello recurrirán a metáforas, promesas, encendidos discursos, periplos “al Perú profundo” y hasta a malabares retóricos y conductuales que el común de los mortales jamás haría en público, como la famosa escena del “pan con chicharrón” de un frustrado candidato, o la manopla en la entrepierna de otro, luego elegido presidente. Pueden llegar hasta la chabacanería, sin un mohín, con tal de lograr la aceptación popular. 
La segunda: “Me sacrifico por la patria”. Otra expresión favorita de los que ambicionan con fruición el poder, con la que justifican sus apetitos e intereses, trasladando su voracidad al hecho pretendidamente altruista de “sacrificarse” por los demás, por la sociedad, por la patria; para lo cual están dispuestos a “dejar” su familia, patrimonio, desarrollo personal o profesional, con tal de “servir a los demás”.  
Casi siempre es una frase vaciada de contenido, de ordinario expresada con absoluta insinceridad. En verdad, como enseñaba Pedro de Vega, lo único que la sociedad le pide al ciudadano es que sea buena persona, buen padre o madre de familia, buen profesional. La verdadera sociedad democrática, decía, es aquella en donde las personas, siendo diferentes, son capaces de encontrar una comunidad juntos, una convergencia de intereses mínimos, de convivencia en paz, en desarrollo, con respeto a sus derechos esenciales, a los distintos pareceres de criterios, ideologías, querencias e, inclusive, religiones. Aquella donde las personas, siendo diferentes, logran mínimos comunes de convivencia pacífica para su desarrollo común. Eso no ocurre en sociedades emergentes donde la democracia aún está en fase de construcción primaria. 
La tercera: excede estas líneas y no se podría explicar en esta breve columna: inbox por favor.